Esta es una historia indispensable para reflexionar sobre la influencia
que nuestras palabras y nuestros actos tienen sobre los alumnos. El cuento de
Helen Buckley muestra como, de manera consciente o inconsciente, estamos
transmitiendo algo más que conocimientos o habilidades en cada una de nuestras
clases. No sólo lo que hacemos, sino también aquello que dejamos de hacer influye
en la formación de nuestros alumnos. Muchas veces la verdadera formación habita
entre los pliegues de los libros y libretas, en los tiempos muertos entre
clases, en las conversaciones informales de pasillo, en el hecho de compartir
un lápiz, en una mirada, en un gesto, en el tono de una respuesta. Muy a menudo
la verdadera formación se nos escapa entre los dedos mientras intentamos
atraparla en objetivos, normas, planes de estudio y asignaturas.
UN NIÑO.
Erase una vez un niño que acudía por primera vez a la escuela. El niño era muy
pequeñito y la escuela muy grande. Pero cuando el pequeño descubrió que podía
ir a su clase con sólo entrar por la puerta del frente, se sintió feliz.
Una mañana, estando el pequeño en la escuela, su maestra dijo: Hoy vamos a
hacer un dibujo. Qué bueno- pensó el niño, a él le gustaba mucho dibujar, él
podía hacer muchas cosas: leones y tigres, gallinas y vacas, trenes y botes.
Sacó su caja de colores y comenzó a dibujar.
Pero la maestra dijo: - Esperen, no es hora de empezar, y ella esperó a que
todos estuvieran preparados. Ahora, dijo la maestra, vamos a dibujar flores.
¡Qué bueno! - pensó el niño, - me gusta mucho dibujar flores, y empezó a
dibujar preciosas flores con sus colores.
Pero la maestra dijo: - Esperen, yo les enseñaré cómo, y dibujó una flor roja
con un tallo verde. El pequeño miró la flor de la maestra y después miró la
suya, a él le gustaba más su flor que la de la maestra, pero no dijo nada y
comenzó a dibujar una flor roja con un tallo verde igual a la de su maestra.
Otro día cuando el pequeño niño entraba a su clase, la maestra dijo: Hoy vamos
a hacer algo con barro. ¡Qué bueno! pensó el niño, me gusta mucho el barro. Él
podía hacer muchas cosas con el barro: serpientes y elefantes, ratones y
muñecos, camiones y carros y comenzó a estirar su bola de barro.
Pero la maestra dijo: - Esperen, no es hora de comenzar y luego esperó a que
todos estuvieran preparados. Ahora, dijo la maestra, vamos a dibujar un plato. ¡Qué
bueno! pensó el niño. A mí me gusta mucho hacer platos y comenzó a construir
platos de distintas formas y tamaños.
Pero la maestra dijo: -Esperen, yo les enseñaré cómo y ella les enseñó a todos
cómo hacer un profundo plato. -Aquí tienen, dijo la maestra, ahora pueden
comenzar. El pequeño niño miró el plato de la maestra y después miró el suyo. A
él le gustaba más su plato, pero no dijo nada y comenzó a hacer uno igual al de
su maestra.
Y muy pronto el pequeño niño aprendió a esperar y mirar, a hacer cosas iguales
a las de su maestra y dejó de hacer cosas que surgían de sus propias ideas.
Ocurrió que un día, su familia, se mudó a otra casa y el pequeño comenzó a ir a
otra escuela. En su primer día de clase, la maestra dijo: Hoy vamos a hacer un
dibujo. Qué bueno pensó el pequeño niño y esperó que la maestra le dijera qué
hacer.
Pero la maestra no dijo nada, sólo caminaba dentro del salón. Cuando llegó
hasta el pequeño niño ella dijo: ¿No quieres empezar tu dibujo? Sí, dijo el
pequeño ¿qué vamos a hacer? No sé hasta que tú no lo hagas, dijo la maestra. ¿Y
cómo lo hago? - preguntó. Como tú quieras contestó. ¿Y de cualquier color? De
cualquier color dijo la maestra. Si todos hacemos el mismo dibujo y usamos los
mismos colores, ¿cómo voy a saber cuál es cuál y quién lo hizo? Yo no sé, dijo
el pequeño niño, y comenzó a dibujar una flor roja con el tallo verde.”
Helen Buckley
¡FELIZ REFLEXIÓN!
La Mariposa y el Elefante.
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