miércoles, 17 de febrero de 2016

Acostar al niño en la cama de Procustes

Cuenta la mitología griega que cuando Teseo cumplió dieciséis años su madre le confió el secreto de su verdadera paternidad. Etra le reveló que en realidad era hijo de Egeo, rey de Atenas, y que su padre había dejado unos regalos para él escondidos bajo una pesada roca, de forma que solo pudiera recogerlos cuando fuera lo suficientemente fuerte como para levantarla. El joven Teseo, tras recoger los presentes que su padre consideraba necesitaría para su viaje (unas sandalias y una espada), inicia el peligroso camino desde su ciudad natal de Trecén hasta Atenas para conocer a su padre y reclamar su derecho al trono.

Este camino se convierte en un viaje iniciático para el joven Teseo quien deberá enfrentarse en solitario a decenas de salteadores y asesinos durante su camino, a cada cual más despiadado y sanguinario. Uno de los últimos personajes con los que se encuentra en su camino es con el viejo Procustes.

Procustes disponía de una casa en las colinas cerca de Atenas, y de manera amable acostumbraba a ofrecer posada a todos los viajeros que se encontraban a las puertas de la ciudad, agotados tras el largo viaje. Tras la reparadora cena, Procustes ofrecía al viajero una cama de hierro en la que poder pasar la noche. Sin embargo, en mitad de la noche, mientras el viajero dormía, el sádico Procustes ataba al desgraciado a su cama. Si el viajero era más alto que la medida de la cama, Procustes procedía a serrar las partes del cuerpo que sobresalían. Si, por el contrario era de menor longitud, se dedicaba a quebrarle los huesos a martillazos para posteriormente estirar su cuerpo, de forma que de una u otra manera, el desdichado acabara teniendo la medida exacta de su metálica cama. Algunas versiones recogen que el despiadado Procustes tenía en realidad dos camas, por lo que nunca nadie encajaba a la perfección en ella. Finalmente fue Teseo quien dio de probar a Procustes de su propia medicina cuando, tras engañarlo, acabó con su vida atándolo en aquella misma cama.

Procustes sufría una enfermiza obsesión a “ajustar” todo a una medida establecida y, además, se enorgullecía de tener un método rápido para conseguirlo. Todos los viajeros que tenían la mala fortuna de aceptar su invitación acababan destrozados.

Salvando lo “salvaje” de la comparación, a menudo, el sistema educativo actúa de forma parecida. Los alumnos son amablemente hospedados en sus aulas para, acto seguido, proceder a su evaluación y comparación con las medidas oficiales, escrupulosamente descritas en forma de objetivos curriculares, para a continuación determinar si es necesario amputar o estirar.

El sistema educativo abusa de la comparación constante entre el alumno y la norma, prescindiendo en muchas ocasiones de la más importante de las comparaciones, la del alumno consigo mismo. Comparar el ritmo de aprendizaje de un alumno con el resultado esperado, normalizado, acaba pervirtiendo el proceso de enseñanza-aprendizaje de manera casi tan cruel como los métodos utilizados por el “hospitalario” Procustes. En primer lugar porque no se tienen en consideración suficiente los diferentes ritmos madurativos de cada niño y, en segundo lugar, porque esa medición no atiende por igual a todos los aspectos del desarrollo.

Los niños son invitados a acostarse en una cama que los medirá, comparará, evaluará y juzgará. Si el niño tiene la fortuna de ajustarse a la normalidad, la cama será benevolente con él y dejará que tenga felices sueños. Sin embargo, si sus medidas, bien por defecto o por exceso no coinciden con las propuestas, esta se convertirá en la cama de clavos del faquir haciéndoles sufrir dolores y pesadillas.


Los niños no deben ser evaluados y etiquetados, sino observados y comprendidos.  No basta con disponer de camas de varios tamaños, que siempre es un primer paso, sino que lo ideal sería que cada niño dispusiera de las herramientas para poder construir aquella cama en la que se encuentre más cómodo. Mientras esto llega cuesta poco preguntar a los niños que tal han dormido, porque a veces nos creemos tan “inteligentes” que no necesitamos ni preguntar.

¡FELIZ REFLEXIÓN!

La Mariposa y el Elefante.

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